Hace mucho mucho tiempo, vivía cerca de Tokio un anciano y respetado samurái que había ganado muchas batallas. Su tiempo de guerrero ya había pasado. Ese sabio samurái ahora se dedicaba a enseñar a los más jóvenes, aunque aún persistía la leyenda de que era capaz de derrotar a cualquier adversario, por muy bueno que fuera.
Una tarde de verano, apareció en su casa un guerrero conocido por sus malas artes y poca caballerosidad. El guerrero empezó a insultar al sabio samurái, llegando a tirarle piedras e incluso escupirle el rostro. Así fueron pasando los minutos y las horas, pero el sabio samurái permanecía impasible sin sacar su espada. Pasada la tarde, ya exhausto y humillado, el guerrero se dio por vencido.
Los aprendices de samurái, indignados por los insultos que había recibido el maestro, no comprendían por qué el anciano no se había defendido y asumieron su actitud como un símbolo de cobardía. Le preguntaron:
– Maestro, ¿cómo has podido soportar tanta indignidad? ¿Por qué no blandiste tu espada aunque supieras que ibas a perder la batalla, en vez de actuar de manera tan cobarde?
A lo que el maestro respondió:
– Si alguien llega con un presente y no lo aceptáis, ¿a quién pertenece el regalo?
– ¡A la persona que lo vino a entregar!
– Pues lo mismo vale para la rabia, los insultos y la envidia… – Respondió el maestro samurái – Cuando no son aceptados, siguen perteneciendo a quien los llevaba consigo.
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